Escena de Miami Vice (1987) / Fotoimagen
El Ferrari Testarossa blanco rasga
el asfalto rodeado de edificios en estilo art déco, cocoteros y luces de neón
en la ambiciosa y decadente Miami de los años 1980. James “Sonny” Crockett (Don
Johnson) y Ricardo “Rico” Tubbs (Philip Michael Thomas) están en búsqueda de
más un cartel de narcos en el cual se infiltraron pasándose por hombres de
semejante moral. El universo del seriado que tuvo como productor ejecutivo al
cineasta Michael Mann traía la ciudad tropical como la Casablanca (1942) de Rick Blaine (Humphrey Bogart) donde las
intenciones y los personajes nocturnos se confunden. Definido como “un seriado
revolucionario” y de “influencia todavía evidente” por el New York Times, Miami Vice
(1984-1990) fue el responsable en mi infancia porque me gustase la televisión y
el cine, o sea, la comunicación.
Intenté las artes dramáticas pero
el ambiente sigue siendo muy racista así como el propio país. Mientras en EEUU
la población es compuesta por 13% de negros existen papeles dignos para este
grupo en sus producciones todavía no siendo muy reconocidos en los premios. En
Brasil con sus 53% de negros lo que contemplábamos en el inicio de la década
pasada así como hoy en las producciones locales son estereotipos raciales y en
gran parte en obras tratando de la esclavitud. Estos mismos actores y actrices
después de ser “abolidos” del programa vuelven a los matorrales del desempleo.
Evaluando este panorama rápidamente migré para el periodismo y no llevé mucho
tiempo para hacer prácticas en la prestigiada Tele Cultura.
“Viendo la entrevista, era posible
sentirse como una mosca en la pared de un cóctel de gala de la familia real,
donde los invitados de honor – no borrachos del todo pero relajando a la medida
que incrementaban el nivel etílico con copas y más copas del más refinado
Chardonnay – exploraban los límites de la decencia en el comportamiento social”,
las palabras del periodista estadounidense Glenn Greenwald resumen la edición
del programa de entrevistas Roda Viva con Michel Temer (2016) en el alto de su
provincianismo asemejándose a una aristocracia palurda emuladora de los pésimos
hábitos de la corte portuguesa. Un ambiente del que no quiero volver a
participar.
En tiempos como estos el periodismo
se convierte cada vez más necesario. En 2015, ocho profesionales murieron
mientras efectuaban sus trabajos según informe acerca de la libertad de prensa
de la Asociación Brasileña de Emisoras de Radio y Televisión (Abert). La ONG
suiza Press Emblem Campaign (PEC) califica el país como el 5º más letal para
periodistas delante de estados en situación de guerra como Libia, Yemen y Sudán
der Sur y adelante apenas de Siria, Iraq, México y Francia – esta víctima de un
ataque terrorista en el satírico periódico Charlie Hebdo –. La organización
Reporteros Sin Fronteras definió para el país la posición 104º en su ranking de
libertad de prensa se quedando después de Chile, Argentina, El Salvador,
Nicaragua, Perú y Panamá.
En 2013, escribí para el
Observatorio de la Prensa el texto “Una emisora pública con pasado buscando al
futuro” en el cual creía que el regreso de Marcos Mendonça a su presidencia
ayudaría a salir de las decepciones amargas que fueron las gestiones de Paulo
Markun y João Sayad. Me engañe, la escena narrada arriba es apenas una faceta
de esta administración y marca uno de los momentos más bajos del periodismo
brasileño.
Durante mis prácticas aprendí mucho
y obtuve conocimientos que pongo en mis trabajos periodísticos posteriores a
pesar de haber pasado por situaciones embarazosas y descubrir que vivo en un
país donde las relaciones se hacen como si siguiéramos en una corte real donde
los nombres se premian y mantienen la barrera invisible excluyendo a los
indeseables. Cuán mayor es la presión en el ambiente donde las demisiones
llevan los restantes a producir por tres o cinco funcionarios mayor es el
espacio para surgir el acoso moral. Me acuerdo de un colega que gritaba con
mujeres y aprendices así como también hacía chistes misóginos, raciales y
homofóbicos en cambio llevaba bocadillos exquisitos a los jefes, o sea, más una
reproducción del comportamiento arcaico de una “nobleza” provinciana.
En el último episodio de Miami Vice, “Freefall” (Caída Libre), la
pareja decide dejar la fuerza policial después de testimoniar el exceso de
corrupción que llega al gobierno y como usa sus agencias como piezas de
ajedrez. En la última cena el sol ya no es más tan brillante, su palidez se
confunde con las arenas blancas de la playa, ambos detectives están con
melancolía en sus ojos teniendo el blanco Ferrari entre sus cuerpos. Así que
afirma que volvería al Bronx, en NY, Rico cuestiona cual será el destino de
Sonny y este lleno de incerteza le contesta: “yo no lo sé. Algún lugar más al
sur, donde el agua sea caliente, las bebidas frías y yo no sepa los nombres de
los jugadores”.
Hay más realidad en los actores pasándose
por policías mientras se infiltran disfrazados en organizaciones criminales de
lo que en mucha cosa en el periodismo brasileño. En cuanto a mí seguiré con
algunos trabajos ocasionales que fue lo que logré hasta hoy, pero voy para
algún lugar donde yo no sepa los nombres de los jugadores.
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